No hace ni siete horas que concluyó el estado de alarma. Salgo a caminar por Madrid con mi perra. Hasta que llegamos a las afueras, nos cruzamos con grupos de jóvenes sin mantener el distanciamiento social y sin mascarillas. Regresan de algún botellón, supongo.
Entretots
Al pasar por Ciudad Universitaria y la Dehesa de la Villa, contemplo restos de macrobotellones que, por lo observado, deduzco se habrán celebrado con irresponsabilidad. No auguro nada bueno.
La mascarilla, correctamente colocada, cubriendo nariz, boca y barbilla, debería ser obligatoria en ciudades y pueblos de más de 20.000 habitantes, por ser imposible mantener en sus aceras, la distancia mínima, que no es más que una coartada para quitársela. Los corredores, no todos, pero sí la mayoría, te pasan rozando y jadeando, cuando no tosiendo y escupiendo.
Yo, que llevo puesta la incómoda mascarilla, no contagio; pero a mí, estos insensatos, sí me pueden contagiar. Hay que aplicarse en poner multas, de lo contrario, lo lamentaremos. Tiempo al tiempo.