Una vez más, la Semana Santa ha llegado acompañada de su invitado más fiel: la lluvia. Y digo fiel porque, últimamente, parece más fácil ver salir una procesión con paraguas que sin ellos.
Entretots
Resulta casi entrañable comprobar como, año tras año, nos sorprende que en abril llueva. Como si no supiéramos en qué país vivimos. Uno de nuestros refranes más populares lo deja bien claro: "En abril, aguas mil". Pero no, ahí seguimos todos, mirando al cielo y rezando -literal y figuradamente- para que el tiempo dé una tregua y se pueda disfrutar de la "fiesta" en paz.
Mientras los pasos se quedan bajo techo y los turistas se plantean cambiar la torrija por una sopa caliente, uno no puede evitar preguntarse si no sería mejor mover la Semana Santa a junio. Total, si se cambian festivos por razones económicas, ¿por qué no hacerlo por razones meteorológicas?
O quizás lo más sensato sea asumirlo: la lluvia ya es tan parte de la tradición como los nazarenos o los tambores. Y si no se puede salir a la calle, siempre nos quedará verla por televisión, con manta y chocolate caliente en mano.