Que un hombre provoque intencionadamente un continuo contacto entre su cuerpo y el tuyo mientras estás sentada en el metro a su lado, es habitual. Que el mismo hombre te persiga por cuatro vagones mientras intentas perderlo de vista, también es habitual. Es habitual que a las 7 de la tarde de un día de noviembre un padre de familia pare el coche, baje la ventanilla y le dedique una lista de sucias palabras a tus leotardos nuevos. Y puede que también sea habitual que cuando con 13 años subas al autobús del colegio, un individuo aproveche la muchedumbre del trayecto para frotar su cuerpo con tu espalda. Será corriente, pero jamás debería ser normal.
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