España no estalla: se descompone. No hay estruendo, solo una erosión lenta, continua, que se camufla entre titulares y promesas. No es una nación rota, sino anestesiada. Hemos convertido la decadencia en rutina, el conformismo en identidad y la renuncia en forma de vida. No hay enemigos externos, solo una sociedad que ha dejado de mirarse de frente.
Entretots
La sanidad se colapsa mientras aprendemos a convivir con la espera. La educación ha perdido su esencia, ya no cultiva mentes críticas sino que tiende a moldear pensamientos uniformes, un eco tenue de discursos que apagan la duda y la reflexión. El desempleo y la precariedad laboral, junto a los salarios indignos, son males que atenazan a toda la población, sofocando las esperanzas y ahogando la dignidad.
Los jóvenes, atrapados entre su talento y un mercado que los desprecia, se ven obligados a marcharse o a rendirse en un país que no les ofrece futuro. La vivienda es un privilegio, no un derecho. Y la libertad -esa palabra que pronunciamos como si aún supiéramos lo que significa- se ha convertido en fachada: no la cercenan leyes, la disolvemos nosotros, cada vez que callamos para encajar, cada vez que no preguntamos por miedo a incomodar.
La clase política, carcomida por la corrupción, no es un cuerpo ajeno, sino un traje a medida tejido con los hilos de nuestra propia indiferencia y resignación; es el reflejo fiel de una sociedad que, a fuerza de mirar hacia otro lado, ha acabado por crear el espejo que ahora la devuelve su imagen más tenue y desdibujada.
¿Seguiremos permitiendo que este conformismo sostenga un sistema que nos roba el futuro, o seremos capaces de romper el espejo y exigir el país que merecemos?