Hace unos días, hice un viaje en coche desde Madrid hasta el sur de Francia. Atravesé Catalunya -preciosa, compleja, familiar y ajena a la vez- con una idea fija: llegar a Collioure y visitar la tumba de Antonio Machado. Lo que encontré allí no fue un lugar silencioso, sino todo lo contrario. Una tumba viva. Llena de cartas dobladas, flores secas, banderas, versos. Regalos pequeños hechos por gente que nunca lo conoció, pero que lo echa de menos como si lo hubiera criado.
Entretots
Machado murió en el exilio con un abrigo prestado y el último verso apuntado en un papel: "Estos días azules y este sol de la infancia". Frente a eso, una sola placa oficial del Estado colocada en 2019, ocho décadas después. Qué vergüenza la deuda que arrastramos con quienes nos dieron palabras para entendernos. Qué dolor que cuidar esa memoria haya sido siempre tarea de los ciudadanos, nunca del Estado.
"Caminante, no hay camino…" escribió. Y aquí seguimos, caminando. Cruzando mapas, recogiendo flores, dejando notas. Como quien se niega a olvidar lo que otros nunca se molestaron en recordar.